Hoy morirán en el mundo 25.000 personas por falta de alimentos, 16.000 de ellas son niñas y niños. La misma cantidad murió ayer. Y la misma morirá mañana. Pero estas cifras no aparecerán en ningún periódico; tampoco se hablará de ello en las noticias de la noche. Mientras, una falsa pandemia que ha matado a menos de diez personas sigue ocupando páginas y sumando minutos de pantalla.
Ya pocos recuerdan la crisis de alimentos del año pasado, que puso en evidencia los grandes fallos del sistema alimentario mundial y elevó hasta casi mil millones el número de personas que sufren hambre en el mundo (haz clic aquí para ver el informe de Oxfam Internacional “Mil millones de personas hambrientas”).
¿Cuál fue la respuesta de la comunidad internacional? Muchas reuniones, algunos compromisos, escasas medidas eficaces. Vale la pena recordar que ya en 1996, en la Cumbre Mundial sobre Alimentación se fijó la meta de reducir a la mitad el número de personas hambrientas en el año 2015. Después se adoptó como parte del primer Objetivos del Milenio. Y sin embargo, desde entonces las cosas no han hecho más que empeorar.
Los intentos de responder con un esfuerzo global y coordinado no llegan a dar frutos. Los compromisos que se lanzan al calor de las cumbres mundiales se los lleva el viento. La inversión en agricultura ha ido bajando desde un 17 por ciento del total de la ayuda al desarrollo en los años 80 a poco más de un 3 por ciento en los últimos presupuestos.
Como ciudadanos, nos toca mantener la atención sobre los temas verdaderamente importantes. Y presionar a nuestros gobernantes para que respondan con honestidad y coherencia al enorme reto de hacer realidad el derecho a la alimentación para todos los seres humanos.
Arantxa Guereña
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